Llévate un paraguas… seguro que llueve
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Los asistentes a un concierto al aire libre saben que si una noche veraniega puede caer una tormenta en pleno mes de agosto, será justamente el día y a la hora de su concierto soñado y esperado desde hace meses. Por eso, por si acaso, ante el menor síntoma pillan el paraguas o el chubasquero o lo que sea para protegerse. ¿Y los organizadores del evento? ¿Piensan también igualmente en los riesgos que les acechan? A no ser que sean unos desaprensivos, lo normal es que sí: consideran todas las leyes de Murphy que les pueden caer encima porque se les supone profesionales.
¿Entonces cuál es el problema? Muy sencillo, tarde o temprano llega la tentación de pensar que hay leyes de Murphy que nunca actúan al cien por cien; porque no les ha sucedido a ellos o se han producido muy infrecuentemente o, incluso, consideran que el hecho de que ocurriera hace mucho, muuuuucho tiempo y que ya nadie se acuerde, es una vacuna infalible ante cualquier posible incidente.
Precisamente el mundo de los eventos es muy frágil porque los factores creativos son complicados de someter a las leyes de la física. Por muy avanzadas que sean actualmente las predicciones meteorológicas nuestro ánimo siempre sufrirá el estrés de la incertidumbre.
Ya que estamos, pensemos en el factor clima. Las variaciones climáticas afectan a la luz y quizá a la resistencia de los materiales, es decir, impacta de lleno en la escenografía: la iluminación y el estrado, el escenario y sus condiciones para la resistencia a la lluvia. ¿Y el viento con sus intempestivas irrupciones? ¿Cómo no tenerlo en cuenta cuando un mal funcionamiento del aspecto acústico podría dar al traste con cualquier obra de teatro, proyección de película o vídeos, un recital o concierto donde la voz y la música son el centro de un gran número de eventos? Es decir que se podría suspender con el aforo vendido y las gradas llenas? “bonito” panorama ¿no?
He encadenado intencionadamente las causas y los efectos de la secuencia porque, aunque no tenga por qué suceder así necesariamente, cuando se trata de asegurar, lo mejor es ponerse en lo peor. Pero, además, es que hay muchas más posibles grietas que podrían arruinarnos no solo el evento en sí, sino a nosotros mismos como empresarios y promotores.
Los artistas: su salud e integridad física, su traslado y alojamiento, sus enseres y equipaje, su imagen y comunicación.
El lugar: todo lo que merodea un sitio concreto, desde los peligros clásicos (incendio, terremoto, inundación) que no hemos de infravalorar nunca, hasta lo más obvio como accesos inadecuados, instalaciones de higiene y salud, equipos de emergencias.
Los asistentes: solo las entradas -falsificadas, por ejemplo- nos pondrían en un buen aprieto. Si el fervor de las masas toma cuerpo, más de uno empezará a arrepentirse de haber asistido a ese macro-concierto del siglo por lo que pueda pasar en uno de esos convulsos movimientos de masas descontroladas. Cada espectador se convertiría en un caso que colocaría en un brete al mejor de los eventos jamás soñado.
La comercialización: ¿seguro que se vendarán todas las localidades? ¿Cuándo estaremos seguros? ¿Con qué antelación y en qué condiciones de pago/cobro se realizarán? En los tiempos que corren no debemos fiarnos demasiado del cada vez más flaco poder adquisitivo de las personas. No dudamos de ellas sino de sus circunstancias.
Por supuesto, aunque solo lo valoraremos “a posteriori”, un evento asegurado en sus términos justos desata una espiral de profesionalidad muy benéfica. El éxito (también económico) a pesar de los contratiempos que puedan surgir, nos atraerá nuevos clientes que confían en nuestros servicios porque con nosotros “todo acabará bien”.